Santos Felipe y Santiago Apóstoles

Santos Felipe y Santiago Apóstoles

(1Co 15, 1-8; Jn 14, 6-14)

Queridos hermanos:

El sentido de nuestra vida es alcanzar al Padre, que hemos conocido gracias a Cristo, que ha venido a revelárnoslo con sus palabras, que proceden del Padre, con sus obras, que el Padre realiza por el Espíritu Santo, con su amor, con el que el Padre le amó desde toda la eternidad, y con su misma vida que hemos recibido de él por el envío del Espíritu Santo, y así podamos decir lo que de él nos ha enseñado, amar como él nos ha amado, y dar vida a quienes no lo conocen llevándolos a la fe.

Cristo viene del Padre, está en él, vive por él, habla por él, y ama con su mismo amor. Nosotros estamos en Cristo, hablamos sus palabras, y amamos con el amor que nos ha dado, haciéndolo presente con nuestra vida. Así, el mundo puede ver en nosotros a Cristo, y en Cristo al Padre, porque estamos en comunión con ellos para que el mundo crea.

 En esta fiesta de los apóstoles: Felipe el de Betsaida, llamado y elegido por el Señor; intermediario al que el Señor probó en la multiplicación de los panes; y Santiago el menor, o de Alfeo, o hermano del Señor, el evangelio nos remite al Padre, origen y meta de toda la Revelación.

San Pablo en la primera lectura, nos presenta a los apóstoles como testigos de la resurrección del Señor. Para esa especial misión fueron llamados por el Señor, y tuvieron la gracia de convivir con él.

Jesús vuelve a hacernos presente a Dios, su Padre, a quien él mismo nos ha revelado con sus palabras, sus obras y su propia persona, para que a través de él, lo alcancemos también nosotros. A él está unido Cristo, con él, es uno, y a él, quiere unirnos a nosotros por la fe y las obras. Por eso él, es el único camino hacia el Padre; la verdad del Padre y única posibilidad de conocerlo en este mundo; vida del Padre que se nos ha acercado en Cristo, y que la muerte no puede destruir.

Como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta mucho comprender la igualdad, unidad, pero no identidad de Cristo con el Padre, que sería tanto como querer comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando Dios, a quien Cristo nos ha enseñado llamar Padre nuestro, pero cuyo amor, misericordia, bondad, palabra, etc. nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: Quien me ve a mí ve al Padre; el Padre está en mí y yo en el Padre; como el Padre me amó os he amado yo; yo y el Padre somos uno;  Con todo, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, porque: “El Padre es más grande que yo (Jn 14, 28)”; mi alimento es hacer su voluntad; yo hago siempre lo que a él le agrada.

Cristo, con sus obras y sus palabras nos hace presente al Padre, presente en él. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y por tanto al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes ante el mundo, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio de ellos. Lo que los fieles piden a Cristo, él, lo realiza, junto con el Padre, por medio del Espíritu.

          En este recuerdo de los apóstoles, bendigamos al Señor con toda la Iglesia. Las obras de Cristo, son señales que nos muestran que el Padre está en él, y con él nos unen de forma excelente en la Eucaristía.

           Que así sea.

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Jueves 5º de Pascua

Jueves 5º de Pascua

(Hch 15, 7-21; Jn 15, 9-11)

Queridos hermanos:

          Hoy el Evangelio nos habla del amor del Padre que hemos conocido a través del amor de Cristo. Lo que Cristo ha recibido del Padre nos lo da, para que lo que nosotros recibimos de él lo demos también a los hombres. El deseo de Cristo, es llenarnos de su gozo. Sabemos que el gozo es un fruto del Espíritu Santo, o sea del amor que une al Padre y al Hijo. Por eso el deseo de Cristo se hará realidad si permanecemos unidos a su amor, porque se permanece en el amor, amando. Pero como para nosotros este amor era inalcanzable, Cristo mismo lo ha traído hasta nosotros, y con su entrega en la cruz, nos ha alcanzado poder ser introducidos en él. No tenemos que conquistarlo, sino que él lo ha conquistado para nosotros. El Señor nos invita por tanto a permanecer en este don que él ha hecho posible para nosotros; a no alejarnos de él, a no apartarlo de nosotros, a no contristarlo, a no contradecir sus deseos de paz y misericordia, sino a guardar su palabra, y sus mandamientos. La permanencia en el amor implica obediencia y combate contra pasiones y sugestiones, con las que nuestro yo se resiste a ser relativizado frente al bien del otro.

          El secreto del amor de Cristo al Padre, es hacer siempre lo que a él le agrada. Sabemos que a Dios le complace siempre nuestro bien, porque es amor, y el que ama, piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo, y eso, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso el Padre entrega al Hijo por nosotros; por eso el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece, y lleno del gozo de este amor se entrega y padece por nosotros. Descubrimos en Cristo la paradoja del “gozo en el dolor” que acompaña al amor. La alegría y el dolor no se excluyen mutuamente en presencia del amor: Qué triste alegría la que dan las cosas, que alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, qué alegre tristeza la que da el Señor.

          El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, y por eso nos da su amor, y su mandamiento de entregarnos, sin temer al dolor que conlleva. La primera lectura nos recuerda que el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, ha hecho posible para nosotros la fe, y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Todo es gracia. Nos ha introducido en su amor, que es el amor del Padre, para que permanezcamos en él, y su gozo alcance plenitud en nosotros.

          Hay un dolor en la inmolación amorosa que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y produce mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles, pasando detrás de él por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección. 

          Que así sea.

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Miércoles 5º de Pascua

Miércoles 5º de Pascua 

(Hch 15, 1-6; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

          Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en su discípulo, es la que glorifica al dueño de la viña, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el mismo celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.” Y la primera forma de cumplir este precepto es, no aplicárselo al hermano. 

          La comparación de la vid que nos presenta la palabra de hoy, es fácil de entender a primera vista, pero presenta además algunas cuestiones sobre las que debemos reflexionar. Dios tiene una vid con sus sarmientos, que deben dar fruto, ya que no se trata de una planta ornamental, como ocurre también con la higuera, en el Evangelio. Como buen viñador, el Padre quiere que su vid produzca mucho fruto y por eso, el Padre cultiva su vid, arrancando los sarmientos que no dan fruto, sino solo hojas, y desperdician la savia en balde, en perjuicio del fruto. Cuando los sarmientos producen poco fruto, tienen, igualmente, exceso de hojas que es necesario podar, para aprovechar toda la savia en beneficio del fruto. Es, evidente, por tanto, que la vid está en función del fruto, y que este solo es posible cuando los sarmientos permanecen unidos a la vid. Pero, ¿de qué fruto estamos hablando?, ¿quién es el destinatario de este fruto, a quien se ordena tanta dedicación, tanto amor?

          Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia, para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre. Es el Padre quien lo ha engendrado en los discípulos amándolos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son, por tanto, nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino su don gratuito para nuestra salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar como fruto de su amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos comunica a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es tal, que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre!”  

          Cumplir este precepto es, preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman que hacéis de particular”. El amor nos justifica, y quien ama, justifica a la persona amada. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

          Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.”

          El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traernos el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor.

          Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

          La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros, glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo.

          Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

           Que así sea.

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Martes 5º de Pascua

Martes 5º de Pascua

(Hch 14, 19-28; Jn 14, 27-31)

Queridos hermanos:

          Cristo ha llegado al término de su misión y se prepara para “volver” al Padre. Vuelta tortuosa y terrible a través de la pasión y la muerte. Ya sabe el Señor que este discurso de hoy no gusta a sus discípulos, y que los escandaliza, por eso comienza dándoles la Paz. Es un discurso de obediencia y de cruz, y sobre todo es un discurso de Amor. Solo Dios puede entrar en él, y nosotros con su Don. En la oración colecta pedimos fortaleza en la fe y en la esperanza.

          El que Cristo haya revelado a Dios como su Padre y al Espíritu como paráclito procedente del Padre, no agota, por eso, el conocimiento del misterio de Dios, que irá creciendo en sus discípulos, tanto en este mundo, como cuando sean incorporados a su eternidad, y al verlo tal cual es, sean semejantes a él, según las palabras de san Juan.

          Cristo, engendrado por el Padre, es uno con él, está en él y él en Cristo, pero el Padre es mayor que él; es él quien lo envía, y quien le manda y le enseña lo que debe decir y hacer, quien le entrega todo, y quien lo conoce todo. Cristo se alimenta haciendo siempre la voluntad del Padre y permanece en su amor. Conocer a Cristo es conocer al Padre.

Para Cristo, se acerca el momento decisivo de su misión y de su retorno al Padre. Vuelta tortuosa y terrible a través del parto trascendental de su pasión y muerte. Toda su vida ha sido un testimonio de obediencia y amor al Padre, que va a consumarse en la cruz, por amor a nosotros. El que ama a Cristo, no mira tanto su propia frustración, como la gloria del Padre, por la que Cristo se entrega a la cruz en favor nuestro. Su regreso al Padre es una garantía de su victoria en el combate de la cruz, que nos alcanza a nosotros con la efusión de su Espíritu.

El Señor, consciente de la fragilidad de sus discípulos, que van a ser sometidos al escándalo de la cruz,  quiere iluminarles el sentido y la grandeza del acontecimiento pascual, y de la separación que hará posible una nueva presencia suya en nosotros a través del Espíritu Santo. Será un momento de obediencia y de prueba, pero sobre todo un trance de Amor. Sólo Dios puede hacerlo posible para nosotros con su Don.  

Hemos escuchado a san Pablo decir que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de los Cielos. Necesitamos la paz de Cristo y su fortaleza en el amor al Padre y a los hermanos, para que nuestro corazón no se acobarde. El mundo debe saber que Cristo ama al Padre y debe saber también, que este amor ha sido derramado por Cristo en nosotros, para salvarlos a ellos.

Hay un sufrimiento unido al amor en el corazón de Cristo, que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo, y da mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles van a ser sumergidos con él, en el torrente del sufrimiento, del que bebe el Mesías, para levantar también con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección.

Lo que aparecerá como absurdo, estará cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe, la fortaleza de la esperanza, y la generosidad de la caridad. Esos son los renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada; la distancia entre los caminos de Dios y nuestras veredas. “Como aventajan los cielos a la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor.

En la Eucaristía, podemos ver realizada la conveniencia de que el Señor se vaya al Padre, haciendo pascua por nosotros.

         Que así sea.

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Santa Catalina de Siena

Santa Catalina de Siena

1Jn 1, 5-2, 2; Mt 11, 25-30

Queridos hermanos

          El Señor dice en el Evangelio, que lo mismo que el Padre se complace en los “pequeños” para manifestarse a ellos, así él viene en nuestra ayuda, invitándonos a descansar en él, tomando sobre nosotros su yugo, uniéndonos a él bajo su yugo como iguales, por su humanidad, sabiendo que el peso lo lleva él, porque ha asumido un cuerpo como el nuestro, y un yugo para rescatarnos de la tiranía del diablo, de forma que pudiésemos sacudirnos su yugo y hacernos llevadero nuestro trabajo junto a él en la regeneración del mundo. Qué suave el yugo y qué ligera la carga, si el Señor comparte con nosotros su mansedumbre y su humildad.

          Mientras Cristo siendo Dios se ha hecho hombre sometiéndose a la voluntad del Padre y tomando sobre sí nuestra carne para arar, arrastrando el arado de la cruz con humildad y mansedumbre, nosotros que somos hombres, queremos hacernos dioses, rebelándonos contra Dios, llenos de orgullo y violencia, poniendo sobre nuestro cuello el yugo del diablo que nos agobia y nos fatiga. Por eso dice el Señor: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes de corazón, como dijo san Agustín. No a crear el mundo, sino a salvarlo unidos a Cristo; no a ser dioses, sino a someternos humilde y mansamente al Padre, trabajando con Cristo, el único redentor del mundo. Como dijo san Juan de Ávila: “Cristo, por el fuego del amor que en sus entrañas ardía, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que si el que es alto se abaja, con cuánta más razón el que tiene tanto por qué abajarse no se ensalce. Y si Dios es humilde, que el hombre lo debe ser” (Audi filia, cap. 108 y 109) unido a él.

          El Señor nos ha dicho: “Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado; como el Padre me envió, yo también os envío.” Seguir a Cristo es asociarnos a su misión. Ahora tenemos un nuevo Señor a quien servir, para encontrar descanso para nuestras almas. El que pierde su vida por Cristo, la encuentra.

La mansedumbre y la humildad de Cristo en llevar su yugo, es lo que nos invita a aprender de él, llevándolo también nosotros para que descubramos que son suaves y ligeros su yugo y su carga, y encontremos descanso y reposo.

Nadie más pequeño y pobre que uno sometido voluntariamente al yugo del amor, y a la vez nadie más grande y más rico. Dios revestido de carne y carne glorificada de amor.

Para Cristo, el yugo del amor fue su cruz, que el Señor nos invita a tomar sobre nosotros como enseña el Eclesiástico. Siendo una palabra sobre la sabiduría, podemos, como san Pablo aplicarla a la cruz, que él ha visto como: “Fuerza de Dios y sabiduría de Dios.”

Que así sea.

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Domingo 5º de Pascua B

Domingo 5º de Pascua B 

(Hch 9, 26-31; 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del mundo.

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al Padre, porque a él debe su paternidad; es él quien lo ha engendrado en nosotros amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos ha dado a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto es lo que hizo con san Pablo como testifica la primera lectura.

Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre! En él se encuentra la plenitud del fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.”  

Cumplir este precepto, es no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman, qué hacéis de particular”. El amor nos justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así, introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que permanece en nosotros, glorifican al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 4º de Pascua

Sábado 4ª de Pascua

(Hch 13, 44-52; Jn 14, 7-14)

Queridos hermanos: 

          Cristo, sus obras y sus palabras nos hacen presente al Padre y su presencia en el Hijo. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y por tanto al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio del Padre, del Hijo, y su obra en nosotros. Lo que los fieles piden a Cristo, lo realizan el Padre y él, por medio del Espíritu.

          Mientras dura la espera de Cristo en su segunda venida, se nos confía una misión. Las obras de Cristo son señales que nos conducen a él, y se reproducen en quienes a él se incorporan, por cuanto han sido unidos a su misión, suscitando la fe, para completar la edificación del templo espiritual, la asamblea santa, y el pueblo sacerdotal.

          Al Padre se le encuentra en Cristo y a Cristo en los cristianos, en la Iglesia. Nosotros somos llamados a realizar las obras del Padre que realiza el Hijo, ya que permanecemos unidos a él. Quien viendo a Jesús reconoce al Hijo, conoce también al Padre, cuyas obras realiza el Hijo, presente entre nosotros. Los judíos ven las obras de Jesús sin creer en él, porque no han conocido ni al Padre ni a él. En el caso de Felipe y tantas veces también en el nuestro, a pesar de verle y escuchar su voz, no sabemos discernir la Palabra del Padre, de la misma manera que no acertamos a tocarlo aun cuando nos apretemos a él y lo oprimamos.

          Son la fe y el amor, los que dan el verdadero conocimiento que se diferencia de la simple visión. Sólo cuando podamos verlo “tal cual es” se unirán en nosotros la visión y el conocimiento. Retirado el velo en aquel dulce encuentro, seremos, pues, semejantes a él, según dice la primera epístola de Juan, cuando lo veamos tal cual es.

           Que así sea.

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